Por Julio Cortés Morales

“El fascismo fue una solución a la crisis del Estado durante la transición a la dominación total del capital sobre la sociedad”

(Gilles Dauvé).

“El fascismo es el arcaísmo técnicamente equipado. Su ersatz descompuesto del mito es retomado en el contexto espectacular de los medios de condicionamiento e ilusión más modernos”

(Guy Debord).

El contexto del texto

La revuelta global de los 60, “segundo asalto proletario contra la sociedad de clases”, tuvo entre otros efectos la amplia difusión de ideas revolucionarias, mediante la edición y circulación de muy relevantes textos y documentación que provenía del hilo negro de la historia: las corrientes revolucionarias del pasado, que el peso de la larga noche de la contrarrevolución desatada desde 1919  en adelante había reprimido físicamente y tratado de ocultar o borrar para siempre de la historia, junto con varios hitos de la memoria colectiva (de la rebelión de Kronstadt a las jornadas de mayo del 37 en España: dos eventos hasta hoy muy poco conocidos pues incomodan a la izquierda estatista que los ahogó en sangre).

Muchos textos y documentos, desde “Historia y consciencia de clase” del joven Lukacs a la “Carta abierta al camarada Lenin” de Gorter, llegaron a ser verdaderos clásicos olvidados,  obras casi totalmente desconocidas incluso para las personas más curiosas y ávidas de literatura subversiva, o “desviacionista” -como me dijo en 1987 un miembro del comité local de las Juventudes Comunistas de Chile tras detectar algunos libros “prohibidos” durante una reunión sostenida en mi pieza poco antes de abandonar para siempre dicha organización[1]-.

Basta con ponerse a mirar bibliotecas en centros sociales o domicilios de compas, o en las pocas librerías buenas que quedan, para darse cuenta de la enorme proliferación a partir de 1968 de eso que después de la domesticación posmoderna llaman “teorías críticas”: de Marcuse, Benjamin, Adorno, Lukacs y Reich a las entonces nacientes nuevas estrellas de la “crítica crítica para críticos críticos” (Foucault, Habermas, Baudrillard et al). Esos nombres y otros nuevos ahora suelen estar de moda en la academia y los ambientes “hipster” que se nutren de ella y su progenie: por ejemplo, la “french theory”, la “italian theory” y otras cursilerías de las que tanto se habla hoy en día. Pero en su momento parecían bocanadas de aire fresco en comparación a los manuales rusos y los catecismos de Althusser y Marta Harnecker.

Además de la industria editorial más o menos organizada, también abundaron a partir de entonces y hasta hoy ediciones piratas, artesanales o semioficiales dando a conocer  experiencias y teorías revolucionarias que iban mucho más allá del santuario bolchevique y el canon marxista, anarquista y/o socialdemócrata oficial.

Cómo olvidar que los camaradas del Movimiento Ibérico de Liberación dedicaron bastante tiempo y esfuerzo no sólo para organizarse y mantener relaciones con la organización obrera autónoma de su tiempo. Además de las acciones de “agitación armada”, que son el único motivo por el cual algunos los conocen, el Equipo Teórico del 1000 tenía planeado poner en circulación una Biblioteca Popular masiva y gratuita (gracias a los atracos y expropiación de imprentas), cuyo catálogo en parte alcanzó a ser publicado desde 1973 bajo el nombre de Ediciones Mayo 37.

Ahí se incluían por primera vez traducidos al español textos de Anton Pannekoek (“Los consejos obreros en Alemania”), o del anarquista italiano asesinado por los estalinistas catalanes Camilo Berneri (“Entre la revolución y las trincheras”). Como para la iglesia anarquista también existe el pecado del desviacionismo, integrantes del MIL fueron expulsados a patadas de feria de la CNT/AIT en Tolosa, por distribuir textos “marxistas”, en los mismos años en que el anarquismo oficial francés expulsaba a los que simpatizaban con la Internacional Situacionista, exponiendo al ambiente parroquial libertario a la contaminación marxiana.

Incluso Guy Debord, que como él mismo declara “escribió poco”, después de disolver la Internacional Situacionista se hizo parte del esfuerzo editorial de su amigo Gerard Lebovici, en una aventura que incluyó autores que calificaban como revolucionarios más o menos olvidados (de Bakunin y “Junius” -seudónimo de Rosa Luxemburgo- a Karl Korsch y Boris Souvarine) o personajes tan extraños como el terapeuta Georg Groddeck (autor del “Libro del Ello” y de una interesante correspondencia con Freud en que se demuestra que sin considerarse “psicoanalista” había explorado caminos bastante similares por su propia cuenta).  

Dentro de esos tiempos y esfuerzos debe ser situado este breve pero contundente trabajo del camarada Jean Barrot, uno de los nombres que usaba en esos años don Gilles Dauvé, un comunista de la región francesa que ha defendido consistentemente en el tiempo las posiciones comunistas más genuinas, y que medio siglo después sigue siendo difícil dar a conocer en un mundo en que todavía la expresión “comunista” se reduce exclusivamente a los regímenes capitalistas de Estado conducidos por la derivación leninista de la socialdemocracia (los bolcheviques y sus imitadores en el resto del mundo).

En la trayectoria de Dauvé se entrecruzan variadas corrientes de las que animaron la agitación en los tiempos del segundo asalto, en un momento en que la Internacional Situacionista ya había dado poderosos argumentos para no seguir rebuznando con la querella entre marxismo & anarquismo, ambos devenidos meras ideologías en el sentido más negativo posible.

Al igual que varios en el medio anticapitalista de esos tiempos Dauvé y sus compañeros se dedicaron con entusiasmo a difundir materiales que la ortodoxia socialista/comunista e incluso anarquista había enviado al basurero de la historia: literatura de y sobre el KAPD (Partido Comunista Obrero de Alemania), los consejistas, la izquierda comunista rusa (además de las más conocidas italiana y germano-holandesa), anarquistas revolucionarios que no se sumaron al frentepopulismo republicano a pretexto de antifascismo, síntesis revolucionarias que como en la teoría y práctica situacionista desafiaban o daban por superada la distinción entre marxismo y anarquismo…todo eso circuló ampliamente mientras el segundo asalto proletario contra la sociedad de clases se desplegaba y el mando capitalista preparaba la “contrarrevolución neoliberal”, pero han vuelto a ser olvidados cuando no banalizados y neutralizados en el contexto posmodernista que vivimos hace décadas.

Pero a diferencia de varios que optaron por la mezcolanza rojinegra en diversas proporciones y mezclas de ingredientes (desde los mao-spontex a cristianos por el socialismo, neoconsejistas sin consejos, bordiguistas sin partido, anarco-situacionistas de hígado reptante, y un denso enjambre de autoproclamados “marxistas libertarios”), Dauvé fue parte de quienes acudieron directamente a Marx para retomar la crítica de la economía política, intentando en ese proceso rescatar y sintetizar algunas tradiciones olvidadas.

Aparte de la evidente asimilación de la obra situacionista, sin caer en la contemplación admirativa propia de pro-situs y otros “fans del ‘situacionismo’ (sic)”, existe en Dauvé una fuerte influencia de las llamadas “izquierdas comunistas” del siglo XX. Parte de su trabajo en esos años junto a otros camaradas consistió en traducir, rescatar y editar textos y análisis provenientes de las dos corrientes principales de aquel comunismo que se quedó a la izquierda del rumbo “bolchevique-leninista” adoptado por la Internacional Comunista ya desde sus primeros congresos: por una parte el llamado “comunismo de consejos” o izquierda comunista germano-holandesa y la “bordiguista” (o “izquierda comunista italiana”).

Los “consejistas”, que alcanzaron a ser descalificados por Lenin como parte de una “enfermedad infantil del ultraizquierdismo en el comunismo”, destacaron por su crítica de la organización partidista burocrática y el énfasis que pusieron en la organización a través de “consejos obreros”, así como en la caracterización de la URSS como “Capitalismo de Estado”, y muchos de sus baluartes son relativamente conocidos: Pannekoek, Mattick, Korsch, además de Gorter y Rühle, serían los más famosos, con libros editados y re-editados en distintos momentos aunque no siempre son fáciles de encontrar (y de seguro cualquier pos-estructuralista de academia es más popular que ellos en las filas de la juventud “woke”).  Dentro del legado de los comunistas consejistas, “Marx y Keynes” de Paul Mattick y “Marxismo y filosofía” de Karl Korsch constituyen verdaderos clásicos del marxismo más crítico que ni siquiera las pesadas décadas de hegemonía estalinista y socialdemócrata  pudieron evitar que circularan[2]

A diferencia de los comunistas de consejos, los comunistas italianos con el ingeniero Amadeo Bordiga a la cabeza (veterano de los tiempos en que Mussolini y Gramsci militaban con él en el PS italiano: uno de los pocos partidos de la II Internacional que no apoyaron la intervención en la primera guerra mundial) son casi completamente desconocidos hasta el día de hoy en los medios de la izquierda realmente existente por estos lados. Pero su aporte es fundamental al menos en dos cuestiones clave que son las que nos convocan acá: la crítica de la democracia identificada como la forma política propia de la economía capitalista, y la caracterización del “antifascismo” como el “peor producto del fascismo”.  

La cuestión de la democracia es fundamental en la visión bordiguista, que se diferencia en eso de todas las corrientes “anti-autoritarias” que de alguna forma reivindican la idea de una democracia directa o radical: desde los consejistas tradicionales y “neo consejistas” como Socialisme ou Barbarie a los situacionistas y sus fans. Por sorprendente que parezca considerando la relevancia histórica del personaje, recién hace un par de años se editó por primera vez en Chile una antología de textos de Bordiga, con una presentación a cargo de los compañeros del grupo Barbaria[3].

Antes de entrar en materia con la cuestión del fascismo, me gustaría referir en palabras del propio Dauvé -respondiendo unas preguntas formuladas por los compañeros de Revolution Times- lo que resulta más interesante como “fortaleza y debilidades” de ambas corrientes, que como destaca hicieron mucho más que producir teoría, pues “por un corto periodo actuaron como fuerzas históricas, si bien minoritarias, de un peso considerable”[4].

Mientras la izquierda ‘alemana’ “enfatizó el carácter de la revolución como autoactividad y autoproducción de su propia emancipación por los explotados (de aquí su rechazo a todas las mediaciones: parlamento, partidos o sindicatos)”, la izquierda ‘italiana’ “nos recuerda que librarnos del trabajo asalariado significa abolir el dinero en todas sus formas, y con él la contabilidad del valor, la empresa como entidad separada, la economía como campo especializado de la actividad humana”. Así, en síntesis, mientras la izquierda alemana ayudó a ver la forma de la revolución, la izquierda italiana ayuda a entender su contenido. Y el aporte específico de los situacionistas (que según entiendo no conocieron la obra de la izquierda bordiguista) sería para Dauvé la comprensión del proceso que constituye la única forma de lograr ese contenido:

“Lo que Bordiga y los bordiguistas entendían como un programa a ser aplicado una vez que el poder político de la burguesía ha sido destruido, solo puede tener éxito, según los situacionistas, mediante la liquidación del intercambio de mercancías, del sistema salarial, de la economía, por una transformación de todos los aspectos de la vida cotidiana. Aunque tal transformación no se puede lograr en una semana ni en un año, debe empezar a realizarse desde el Primer Día si quiere tener alguna posibilidad de éxito”.

Más adelante Dauvé dice que mientras “la teoría de la izquierda alemana se basa en la experiencia proletaria, la de Bordiga se basa en el futuro, y la de los situacionistas en el presente”.

Fácil es darse cuenta de que en ese momento de síntesis realizada por las corrientes de la “ultraizquierda” ya estaban sentadas las bases de lo que a partir de ahí se ha dado en llamar “teoría de la comunización”: la revolución comprendida como “destrucción del poder estatal que al mismo tiempo es transformación de todas las relaciones sociales, proceso dual en que ambos aspectos se consolidan uno al otro”[5].

El fascismo visto desde la “ultraizquierda”

Además de los temas más conocidos del arsenal teórico propio de la ultraizquierda de esos años (las críticas a la forma partido, a la democracia como expresión política de la circulación de mercancías, al progresismo como filosofía de la historia propia del capitalismo y a los “socialismos reales” como formas de capitalismo de Estado), un aspecto importante de la obra de las anteriores “corrientes olvidadas” o “minorías revolucionarias” se centró en la caracterización del fenómeno del fascismo, surgido hacia 1919 de la contrarrevolución global con que se reaccionó al “primer asalto” (1917/1936).

Para caracterizar a qué nos estamos refiriendo con “ultraizquierda” es bueno acudir a la definición de Théorie Communiste cuando la identifican como una “contradicción en proceso” que incluye a “toda práctica, organización o teoría que defina la revolución como afirmación del proletariado y que critique y rechace simultáneamente todas las mediaciones que comporta el ascenso de la clase en el seno del modo de producción capitalista (organizaciones políticas, sindicalismo, parlamentarismo)”. Fácil es darse cuenta de que en el terreno de la ultraizquierda coinciden anarquistas y comunistas que se separan tajantemente del resto de su familia, y que son vistos como bichos raros por la parroquia anarquista y los “comunistas” de partido.[6]

Por supuesto que la caracterización del fascismo desde la ultraizquierda depende en gran medida de su posición ante la democracia. Es sabido que lo que tienen en común las versiones liberales, socialdemócratas y estalinistas del antifascismo es que conciben al fascismo básicamente como la negación de la democracia, y por eso es que en defensa de la democracia la izquierda del capital es capaz de dejar de lado todos sus supuestos objetivos revolucionarios y socialistas, pues se trata antes que nada de combatir al mal mayor.

En este punto es que debemos valorar lo específico del aporte de la corriente bordiguista, que nunca se dejó atrapar en la falsa dicotomía de fascismo o democracia, y que en la verdadera prueba de fuego que fue la “guerra civil española” (1936-1939) supo detectar el momento en que se había convertido en un conflicto inter-burgués, abandonando el frente y pregonando el “derrotismo revolucionario”[7]. Por cierto que fue una posición muy impopular, en momentos en que trotskistas y anarquistas de todos los pelajes hacían suya la causa antifascista democrática, participando incluso algunos (como la CNT española) en el gobierno del Frente Popular, colaborando con sus propios verdugos que a partir de mayo de 1937 se dedicaron a aplicar contra la izquierda revolucionaria los mismos métodos terroristas que estaban por estrenar en la Unión Soviética con los “procesos de Moscú”.

El texto de Dauvé servía de breve introducción a la edición de una colección de escritos de la revista bordiguista Bilan, cuyo tema era precisamente la guerra de España. En ese contexto hay que situarlo: el autor está tratando de explicar la posición comunista radical frente a la cuestión del fascismo, y para ello se refiere no sólo a la situación de España en 1936 y el dilema entre guerra imperialista y revolución social, retrocediendo en el análisis hasta el surgimiento de los regímenes fascistas en Italia 1922 y Alemania 1933, sino que también acude al ejemplo mucho más reciente de Chile entre 1970-1973, que impactó fuertemente a toda la izquierda mundial y es considerado en general el inicio violento de la contrarrevolución que se ha dado en llamar “neoliberal”, concepto que además de no ser muy claro (¿qué tan “liberales” eran las dictaduras militares sudamericanas de los 70?) tiende a ocultar el terrorismo estatal que operó a la vez como violencia conservadora para defender el viejo orden capitalista estatal, y como violencia fundadora de la reestructuración del modo de producción que se llevó a cabo a partir de entonces.

Además de breves referencias a la revolución rusa de 1917 y la Comuna de París de 1871, creo que lo que el texto de Dauvé enfatiza es la relación histórica entre fascismo y antifascismo, tratando de explicar la famosa frase de Bordiga que señala que el segundo es el peor producto del primero.

Obviamente una afirmación tal es incluso más impopular ahora, en que el discurso y estética “antifa” ha calado hondo, al punto que muchxs compañerxs ya ni siquiera se molestan en definirse como anticapitalistas, y en que además se usa el concepto “fascista” para designar desde los neonazis y nostálgicos pinochetistas hasta las nuevas extremas derechas populistas, un sector de las feministas radicales (“terfas” o “feminazis” como he visto que les dicen otras variedades de feministas), los carnívoros, bebedores de leche y engullidores de queso, hombres blancos privilegiados, heterocis e incluso a casi todo lo que te cae mal. Fascistas se dice ahora que serían Trump, Meloni, Le Pen, Erdogan, Bolsonaro, Putin, Kast y cualquier variedad de líder populista de derechas. Israel sería fascista, así como también los críticos de Israel y es posible constatar la curiosidad de que en guerras como la de Ucrania y Rusia cada bando trata de fascista al otro. Como han dicho algunos expertos, la generalización de este uso como insulto ha generado una “desfascistización del fascismo” como concepto, que mientras más se extiende en su uso se hace tan difuso que ya casi nadie sabe bien qué significa en concreto.            

Frente a eso, la posición de Barrot/Dauvé es muy diferente, puesto que comprende al fascismo de manera ultra-restrictiva, incluyendo bajo la etiqueta solamente lo que hoy en día conocemos como el “fascismo clásico” o “histórico” (o en plural, si consideramos que en rigor no revistió una sola forma, el llamado “nazi-fascismo”, sino que tuvo múltiples expresiones; desde la “Revolución Conservadora” alemana al nacional-catolicismo de Franco), es decir: los movimientos y regímenes que realizando una curiosa amalgama ideológica de nacionalismo radical con socialismo reaccionario se expresaron entre 1919 y 1945 alcanzando el poder estatal en varios países.

Esta concepción restrictiva del fascismo es la que le permite decir en la cita de Dauvé que puse al inicio de esta presentación que el fascismo pertenece al pasado, pues fue una herramienta excepcional que permitió solucionar“la crisis del Estado durante la transición a la dominación total del capital sobre la sociedad”. Esto es clave en su perspectiva, pues lo que muchos comenzaron a denunciar a partir de los 70 como proliferación de nuevos fascismos (Pasolini), “microfascismos” o “fascismos moleculares” (Guattari & Deleuze), sería en realidad un efecto de la dominación real o subsunción total de la sociedad en el capital, en que como comenta Anselm Jappe, lo que estamos presenciando no constituye un retorno a “formas sociales arcaicas” sino “una barbarie posmoderna que combina lo peor de la modernidad con lo peor de las sociedades del pasado”[8].

Visión que no sólo resulta clásicamente marxiana, sino que permite a su vez subsumir el fenómeno de los llamados “nuevos fascismos” (molares o moleculares, arcaicos o posmodernistas, sociales o políticos, etc.) en la dinámica más amplia de la dominación capitalista, a diferencia del “antifascismo” liberal/progresista y de la izquierda que posterga u olvida la lucha contra el capital para llamar a todes a “defender la democracia”, como en el último gran ejemplo de campaña antifascista que vimos en Chile, y que culminó en la elección del gobierno de Boric (Apruebo Dignidad + Socialismo Democrático) y la suma de fracasos posteriores.

Otras perspectivas, tan disímiles como las de Adorno y Debord, han apuntado en cambio a las formas en que el fascismo no muere definitivamente en 1945 sino que más bien sufre mutaciones que lo hacen persistir, existiendo así un “fascismo en democracia” como señala el teórico frankfurtoriano[9], o herencias del fascismo en el espectáculo, tal cual señalaba el situacionista en su clásico texto de 1967.  En efecto, en la tesis 109 de “La sociedad del espectáculo” Debord señala que el fascismo, verdadero “estado de sitio de la sociedad capitalista”, a la que salva durante la crisis de los años 20 y 30 aplicando “una primera racionalización de urgencia haciendo intervenir masivamente al Estado en su gestión”, una vez que cumple su misión abandona el centro de la escena pero pasa a ser “uno de los factores en la formación del espectáculo moderno”, porque “su participación en la destrucción del antiguo movimiento obrero hace de él una de las potencias fundadoras de la sociedad presente”. Su sucedáneo degradado del mito “es retomado en el contexto espectacular de los medios de condicionamiento e ilusión más modernos”.  

De todos modos, sea que miremos el fascismo clásico en el espejo retrovisor de la historia o con un microscopio que nos permita apreciar las mutaciones bajo las cuales aparece hoy de manera más sutil o “molecular”, lo que resulta clave dentro de los aportes de Barrot/Dauvé es la necesaria critica de un antifascismo que propone “luchar contra el fascismo mientras se apoya la democracia; en otras palabras, luchar no por la destrucción del capitalismo, sino para forzarlo a renunciar a su forma ‘totalitaria’”.

Con ello lo que se logra es “sustituir la parte por el todo”, mistificar sus causas, profundamente ancladas en la crisis capitalista, y lo peor de todo: acabar reforzando justo aquello que se quería combatir, como queda más que claro en Chile hoy, luego de que la socialdemocracia progre ha pavimentado el camino al ascenso de la nueva extrema derecha y la resurrección de un verdadero “pinochetismo popular”. Pero eso ya es harina de otro costal, que habrá que analizar en su momento. Lo importante es que para poder abordar estos debates y combates que se vienen resulta necesario leer colectivamente este tipo de aportes de la mejor teoría comunista del siglo XX.

Como dice Dauvé en otro librito breve y contundente editado ese mismo año de 1979, “Cuando las insurrecciones mueren”[10], no se trata de “fascismo o democracia” sino que de fascismo y democracia: pues la dominación capitalista utiliza ambas formas de manera alternativa y combinada, y la revolución social sólo podrá avanzar oponiéndose a ambas al mismo tiempo.

Así, tal como en el himno revolucionario “A las barricadas” del que tomé el título de esta presentación, vivimos en un tiempo en que “negras tormentas agitan los aires /nubes oscuras nos impiden ver / aunque nos espere el dolor y la muerte / contra el enemigo nos llama el deber”. Santiago de Chile, mayo/junio de 2023


[1] A muy temprana edad me quedó claro que no se podía luchar por el comunismo desde el autodenominado “Partido Comunista”. Los libros “desviados” que horrorizaron a ese burócrata juvenil fueron un par de Trotsky y una introducción al anarquismo de George Woodcock que pillé escarbando estantes en viejas librerías de la calle San Diego. El estalinismo del PC chileno eran tan fuerte, incluso después de la “desestalinización homeopática” aplicada por otros partidos del mundo occidental, que durante la Unidad Popular la editorial Quimantú tuvo que sortear su fuerte oposición para poder publicar los dos volúmenes de la “Historia de la revolución rusa” dentro de la colección “Clásicos del pensamiento social” dirigida por el socialista Alejandro Chelén. A pesar de su oposición y del conflicto diplomático que generó (el embajador de la URSS, Aleksandr Basov, expresó a Allende su molestia señalando que “la Unión Soviética consideraría inamistoso que Quimantú sea la primera editorial de algún estado en publicar a Trotsky”) el éxito de la primera edición de 8.000 ejemplares en mayo de 1972 llevó a re-editar en junio del mismo año 15.000 ejemplares más. Quince años después, los dos ejemplares empastados de la primera edición que aún conservo causaron la misma molestia a mi “encargado” en las JJCC.

[2] El carácter hereje de estos autores en relación a la ortodoxia de la II y III internacionales motivó a Enzo del Buffalo y Marc Geoffroy a editar un compilado centrado en los consejistas más algunos textos de la izquierda comunista rusa, titulado “Un marxismo maldito”, Universidad Central de Venezuela, septiembre 2001.

[3] Amadeo Bordiga, El principio democrático y otros textos, Santiago, Pensamiento y Batalla, 2020. El compilado incluye el famoso Informe sobre el fascismo al IV Congreso de la Internacional Comunista (1922). Mientras Bordiga estaba en Moscú se produjo la “Marcha sobre Roma”, que lo obligó a complementar brevemente dicho Informe.

[4] Estas citas que vienen están tomadas de Troploin, El timón y los remos. Preguntas y respuestas, Klinamen, 2012, pág. 48 y ss.

[5] Una revisión detallada de la evolución de estas corrientes a partir del “segundo asalto” se encuentra en Théorie Communiste, De la ultraizquierda a la teoría de la comunización, Rosario, Lazo ediciones, 2022.

[6] Los pongo entre comillas porque a estas alturas ya resulta evidente que nunca dejaron de ser un tipo de socialdemócratas.

[7] Sobre este tema hay que consultar “La izquierda comunista (“los bordiguistas”) en la guerra de España (1936-1939)”, de Agustín Guillamón.  Balance. Cuaderno de historia, número 1, Serie de Estudios e Investigaciones, noviembre de 1993, corregido y actualizado en febrero de 2008. Otro texto interesante de Guillamón sobre el tema es “Debate entre bordiguistas y trotskistas sobre la Guerra de España (1938)”.

[8] Anselm Jappé. La sociedad autófaga. Capitalismo, desmesura y autodestrucción. Logroño, Pepitas de Calabaza, 2019.

[9] Theodor W. Adorno ¿Qué significa renovar el pasado? (Conferencia de 1959). Incluido en: Intervenciones. Nueve modelos de crítica, Caracas, Monte Ávila, 1969.

[10] Existe una edición argentina de Mariposas del Caos (2008).

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